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Redemption

Vaho (2ª parte)

Vaho (2ª parte) -3° Mensaje

En esos momentos el decir a alguien o no lo que estaba pasando era secundario. Lo realmente preocupante era que no había explicación posible a ese fenómeno. Me senté en la taza del wáter y comencé a morderme las uñas mientras mi mente bullía de actividad. Se me ocurrieron ideas ridículas, tales como que la bromista era la señora de la limpieza que habría utilizado un novedoso producto químico en el cristal que convertía el espejo en una especie de telesketch, e inscribía las letras tumbada con un puntero láser desde la rendija inferior de la puerta. Lo que estaba claro es que nadie había entrado estando yo en la ducha y que en la escritura no había ni una sóla marca de lo que pudiera ser la huella de un dedo; ni tan siquiera de las mías, así que en cualquier caso el anónimo escritor se habría cubierto con una prenda o habría utilizado un objeto del grosor de la yema de un dedo para plasmar su siniestro grafiti. Me fui vistiendo mientras el mensaje desaparecía junto a la humedad. Sentía la imperiosa necesidad de ir al cuarto de Frasquito totalmente seguro de su inocencia y contarle lo sucedido para ver si a él también le había pasado. Aun sin terminar de atribuir a la prohibición del espejo la muerte de Quique, el prisma negativo con que lo veo todo imperó y decidí disculparme por no ver con él Blade Runner e irme a mi cuarto a pensar. No se lo contaría a nadie, al menos de momento. Incluso si respetaba la prohibición resultaba plausible que mi fantasmagórico y caprichoso comunicante se cansara de jugar. Me di un par de tortas para tranquilizarme y pasé a toda mecha por el cuarto de Frasquito para decirle que otra vez sería con una sonrisa forzada. Me miró raro un momento, me despidió y siguió viendo la peli que, entre la larga ducha, las pesquisas y las reflexiones estaba a punto de acabar. Cerré la puerta de mi habitación oyendo a mis espaldas a un fatuo Edward James Olmos que le decía a Harrison Ford: "Sabes que ella no puede vivir. Pero... ¿Quién vive?". Me entró el pánico al imaginar que si rompía la prohibición la siguiente víctima podría ser mi madre, o Raquel, mi ex. Aun con nuestras diferencias y soportándonos cada vez menos quería mucho a la vieja, y a pesar del dolor, de sus problemas y de su forma de ser siempre querré a Raquel; lo supe desde el momento en que la vi, hace ya tanto tiempo. Apoyé la espalda en la misma puerta y me llevé las manos a la cara llorando de tensión y rabia. ¿Y si Quique estaba muerto por mi culpa? ¿Las prohibiciones caducaban tras un plazo de tiempo o permanecían para siempre? ¿Y si aparecían más tan ridículas como la primera que las rompes sin darte cuenta o realmente imposibles de cumplir como que no respire? ¿Habría represalias si quebrantaba una antes de que me llegara el mensaje? ¿Cuál era el motivo y quién o qué querría joderme de esa manera, más aún de lo que ya estaba por mi misma mismidad? Entre mil y un disquisiciones acabó entrándome sueño y me quedé dormido más tranquilo, pareciéndome todo el asunto bastante ridículo y atribuyendo mis paranoias al golpe de la muerte de Quique, que si bien no había exteriorizado me hacía enlutecer por dentro.

Hay un proverbio chino que reza: "Si eres paciente en un momento de ira escaparás a cien días de tristeza". Dejando a un lado el que yo no soy de China y mis cien días apuntaran a cien años el proverbio era bien cierto. Todos cometemos errores, sobre todo en estados alterados de ánimo cuando no sabemos ni por dónde nos da el aire. Cometí el error de mi vida al humillar a Raquel en vez de ayudarla, y ahora que ya estaba destruido y me recluía para no hacer daño jamás a quien se me acercara volví a caer sin proponérmelo ese mismo sábado, tras una semana entera sin emitir ni una sóla palabra. Me pasé todo el viaje de vuelta a casa dormitando en el autobús y tomando la arriesgada decisión de hablar, aunque suene neurótico considerar un riesgo el decir "hola" a mi madre cuando abriera la puerta de casa. A fin de cuentas el mensaje decía simplemente que "no lo contara", y di por supuesto que lo que debía callarme era el misterioso caso del espejo cervantino. Estudié toda la madrugada del viernes y el sábado me desperté al mediodía con un bullicio al que hace mucho que no estaba acostumbrado; teníamos visita. Un matrimonio amigo de mis padres desde que se conocieron en unas vacaciones en Austria pasaba por la ciudad por un asunto familiar y nos venían a saludar. Ya se sabe cómo son estas visitas; ni los anfitriones ni los huéspedes pueden escabullirse del compromiso de quedarse a comer. Y se quedaron. Venían con su hijo, un chaval algo más joven que yo con el que me llevaba bastante bien, quizás porque sólo nos veíamos una vez cada dos años y nos apalancábamos delante de mi ordenador a jugar al Civilization acompañados de un buen surtido de cervezas. Como no podía ser de otra manera tras la comida los dos nos escabullimos a mi habitación. No tardamos en ponernos eufóricos entre la cerveza y el haber bombardeado Washington en la pantalla y decidimos que aprovecharíamos su estancia ese fin de semana en la ciudad para irnos de juerga por la noche. No bebí demasiado; llevaba meses sin probar el alcohol por culpa del cual tanto daño causara en su día. Aun cuando pensaba que dejándolo iba a mejorar mi equilibrio mental no resultó efectivo; no tenia el mono pero si unas depresiones contundentes al enfrentarme sobrio al pasado y a la realidad. Algo que la cerveza al menos camuflaba. Esa falta de costumbre a la espumosa herencia de la familia Guinnes me hizo caer con apenas dos pintas en un estado de acelerada verborrea. Lo conté todo menos lo del segundo mensaje por una cobarde reflexión de que si se lo contaba a él y el espejo cumplía su amenaza, seria él la próxima víctima; y por muy bien que me cayese era muy poco probable que nos volviéramos a ver. No era una persona querida, si aparecía desangrado en el baño lo haría como una persona anónima, no como un amigo de toda la vida. Es increíble lo egoísta y cabrón que puede llegar a ser uno sin saberlo. Sólo hay que dejar el timón de la nave al subconsciente y esperar no despertar jamás. Pero siempre despiertas, como yo al día siguiente cuando las visitas ya se habían ido, dándome cuenta entonces de que había estado jugando con la vida de un buen tío que no tenia la culpa de mis problemas, ni era participe de ellos. Casi, casi como con Raquel. Me hundí de nuevo en la culpa. Nunca me he considerado una persona fuerte, pero mirando hacia atrás vi que me engañaba a mi mismo y que antes podía mover el mundo con un solo dedo; de hecho lo hacia. Era el rey con trono y toda la parafernalia; pero al perder a mi reina rompí mi corona y se pudrió mi reino. Con todos esos planes, proyectos, ideas. Con esas ganas de vivir, de ser feliz, de hacer felices a otros, de querer a alguien, de ser querido. Me di cuenta demasiado tarde. El yo gigante del pasado se había ido desvaneciendo durante el último año en una sombra enana y asustadiza que ahora podía ser responsable, si bien no culpable directo, de la muerte de una persona. También de la de Quique, pero aún no estaba lo suficientemente paranoico como para dejarme vencer por el mensaje en el espejo y cargar con una losa tan grande por el mero hecho de vaciar un cenicero que un estúpido mensaje me dijo que no vaciara. De todos modos, con mi carácter maníacodepresivo, no pude evitar algún titubeo al respecto.
Volví a la residencia muerto de miedo, pensando que mi mente no podría soportar otra muerte, sobre todo si el fenómeno paranormal del espejo es ya de por si como para perder el juicio y creerse Napoleón. Emulando a las víctimas de toda película de terror cuando abren la puerta tras la que hasta el espectador más tonto sabe que se esconde el asesino con el hacha no pude evitar la tentación de entrar en el cuarto de baño sin dejar siquiera el petate. Abrí el grifo al máximo de temperatura y hasta me encaramé al lavabo para echar el aliento sobre el espejo a ver si al menos se veía alguna letra. Nada.
El cristal se empañó sin rastro de inscripción alguna. Suspiré aliviado y me fui a mi habitación a recuperar las horas de sueño, no sin antes llamar a mi madre para el informe de rigor sobre mi vuelta al colegio mayor y la confirmación por su parte de que la presumible víctima había llegado a casa junto con sus padres. Todo volvía a la normalidad. Ya no cabía duda de que era un montaje de un bromista con dotes de prestidigitador; nada de fenómenos fantasmales. Alguien había entrado en mi cuarto mientras yo estaba en clase y se había dado cuenta de que había menos cáscaras en el cenicero, provocando el "te lo advertí". Pero no había manera de que se enterara de mi conversación etílica; eso me llevó a pensar en que debería estar atento a la gente que rondaba cerca la próxima vez que hablase con alguien y remover un poco la ropa y objetos que llevase encima por si me colaban un micrófono oculto. Los tipos de audiovisuales son unos jodidos enfermos perfectamente capaces de montar una versión esquizofrénica de Gran Hermano alrededor de mi vida y presentarlo como proyecto de fin de carrera. El susto, sin embargo, seguía presente y pasé de ducharme tanto esa noche como al despertar a una nueva y tediosa semana, que día tras días volaba sin nuevos mensajes al salir de la ducha ni martes, ni miércoles... Y por si las moscas, el cenicero se quedó sin vaciar.

La mañana del jueves fue un tanto particular. Estaba resultando un Marzo muy frío y varios profesores habían pillado la gripe, de modo que toda la clase sucumbió a las cálidas y acogedoras tinieblas de las cafeterías circundantes al campus que eran auténticos "afters". No es extraño ver a profesores y alumnos desayunando platos combinados en un garito llamado La Baqueta, con dos televisores retransmitiendo la MTV a todo volumen, o fumando porros en los butacones del bar Maleaje; incluso viendo películas recién salidas en DVD en la pantalla gigante de La Gramola del Viejo Fausto (siempre me gustó el nombre de esa cafetería). Yo pasaba bastante de ver a gente feliz a mi alrededor y resolví seguir torturándome sentado en un banco del campus, jodido de frío, leyendo El lobo estepario de Hermman Hesse. Oí que alguien pronunciaba mi nombre; no levanté la mirada del libro sabiendo que era imposible que nadie quisiera nada de mí. Me equivoqué de nuevo. Una mano se apoyó en mi hombro. Era la buenorra de Iris, una antigua mejor amiga de mi ex; digo antigua porque ya no se hablan, nada que ver conmigo. Iris también estudia aquí aprovechando que sus tíos están forrados y tienen pisos en alquiler en muchas ciudades. Hace segundo de Medicina, así que nunca nos vemos. Es una tipa alta y espectacular que se echa a perder a propósito maqueándose en plan punk guarro. Raquel y yo teníamos la teoría de que se dejaba esas pintas extremas de víctima del punk para no tener una hilera de tíos babeantes en la chepa; ella lo niega, pero el que Sergio Dalma sea su cantante favorito la delata. Me preguntó qué tal estaba y yo le respondí que estaría mejor si mi madre hubiese abortado; un año sin comunicarse con alguien y sueltas las cosas con una sinceridad glacial, como si hablases contigo mismo. Es una tía con más huevos que el caballo de Espartero, al menos en la imagen que da al exterior, así que cuando ella se echó a reír y vio que yo no me inmutaba y bajaba la mirada de nuevo a la lectura apartó el libro y se me sentó encima apoyando sus brazos en mis hombros. «Ya sabes el morbo que me dan los tíos solitarios y tortuosos como tú, muñeco, así que mi oferta sigue en pie», me dijo recordándome una noche de Mayo del pasado año en la que había sucedido la discusión con Raquel que acabó con su amistad. Por aquel entonces yo estaba en plena etapa autodestructiva de depresiones, barriles de cerveza y constantes ataques a Raquel cada vez que me cruzaba con ella por la calle los fines de semana. Un proceso que duraría cinco meses y acabaría con mi ex odiándome y la ruina deforme que ahora soy como resultado. Esa noche pues, discutieron, e Iris y yo nos encontramos en un bar y nos enrollamos. Ella llevaba una típica borrachera post-ruptura bastante considerable y me ofreció acostarme con ella; aún con la sensación de que le estaba siendo infiel a la que ni tan siquiera era ya mi novia y la poca sensualidad de su aspecto estuve a punto de sucumbir al atractivo animal que se escondía bajo los imperdibles, los parches y la ropa sucia y rota. Pero ella iba demasiado colocada y me puso como motivo que quería probar en la cama al chorbo del cual Raquel le había contado maravillas durante cinco años, mientras que con los tíos con los que me era infiel se aburría a los cinco minutos. Esas palabras me enfriaron y la rechacé. Quique, quien casualmente salió esa noche conmigo por los viejos tiempos, estaba presente y con el radar captando la conversación; me pegó un puñetazo en el estómago más tarde. «¿Tu sabes lo buena que está esa tía si le quitas toda la chatarra? Te arrepentirás de no haberte liado con ella; hasta podríais haber salido al menos para olvidarte de Raquel de una puta vez». Yo no le devolví el golpe y guardé silencio; no me apetecía intentar explicarle que ya no podría estar con ninguna mujer con la que no pudiera tirarme diez horas seguidas hablando. En verano apareció una que cumplía los requisitos, pero yo ya estaba demasiado tocado del ala y fracasó antes de empezar; fue ese segundo fracaso el que me abrió los ojos y consiguió estabilizarme. Estable en el lado oscuro.

Volví del mundo de los recuerdos al banco de los jardines del campus; Iris me miraba inquisitiva, esperando una respuesta. «El año pasado hubiera podido hacerlo... quizás, -le contesté-, pero ya no puedo estar con nadie». Ella se quedó muy sorprendida y se apartó poniéndose en pie. «¡Eh, que no te he pedido salir!», me dijo. Le hablé de la monstruosa estructura de miedos y complejos que había ido formando durante el último año, a lo que sólo pudo comentar que iba a hacer falta un equipo de demolición a destajo para derribarlo. Sonreí pensando para mis adentros que lo mismo que hay cosas que no pueden arreglarse, hay cosas que no se pueden destruir. El sorprendido fui yo en esta ocasión con su siguiente pregunta; quería saber porqué estaba así. No me podía creer que Raquel no hubiera contado a la que era su mejor amiga lo que había pasado; cómo tras la enésima infidelidad me prometió sin yo pedírselo que esta vez sería la última y entonces yo respiré profundamente y decidí tomarle la palabra por una vez; la única vez. Después me juró por sus lágrimas amor eterno. Y un mes después la pillé en la puerta del cine en el que habíamos quedado morreándose con otro. Y estallé... Lo único que me guardé para que no sirviera como excusa fue un detalle que a Raquel seguramente se le pasaría desapercibido, o quizás en su versión de lo sucedido sí lo hiciera, pero igualmente que recuerdo todo lo malo que hice también sé sin duda alguna que nunca le dije que nadie podría quererla, pero sí que lo iba a tener jodido para encontrar a alguien que estuviera dispuesto a hacer por ella lo que yo (y lo sigo pensando), incluyendo algo que suena tan fácil como cambiar en todo lo que ella considerase oportuno; y sobre todo, ni en los momentos de mayor rencor, jamás la llamé "puta". Jamás.
Iris me miró con dureza y reflexionó sobre lo que le había contado de una manera que no pensé que ella pudiera hacer: «El problema es que hasta los más calzonazos tenéis un punto en el que reventáis como una olla al rojo. Vosotros sois precisamente los más chungos. En cuanto a ella... bueno,me he tirado un lustro soportando vuestra cursilería y empalago y creo que te pasaste tres pueblos. Verás; la he visto llamarte llorando a las dos de la mañana porque te notaba triste, cómo se te quedaba mirando embobada o con muy mala leche a tías que se te acercaban; hasta me habló de cómo serían vuestros hijos. Pero ya te puedes hacer una idea de que como consecuencia de tu reacción o se ha olvidado o siente repulsión por esos sentimientos que tuvo hacia ti; hasta es probable que las cosas buenas las haya transformado en malas o las atribuya a alguna otra persona». La muy pájara no me estaba resultando precisamente de ayuda, que por cierto no le había pedido, así que me levanté para irme. Di un paso para alejarme de mas recuerdos y de unos pensamientos de los que intentaba huir con la lectura y ella me detuvo cogiéndome el brazo. «Dime. ¿Qué crees que hubiera pasado sí hubiera sido ella la que te hubiera pillado a ti poniéndole los cuernos cuando llevabais un año y no había manera de consolarla cada vez que cogías el autobús para venir aquí? ¿Crees que su reacción no hubiera sido incluso mas autodestructiva que la tuya por mucho que ahora pudiera negarlo? ¿No crees que esa Raquel de antaño se pondría triste sí te viera en este estado? Ya sabes lo sensible que es.» Sí, desde luego que lo sé, ¿pero de qué sirve? No iba a cambiar nada. E imaginarme esa hipotética situación me retraía a ella sufriendo de nuevo por mí culpa. Iris me soltó el brazo y me encaminé sin despedirme al colegio mayor para al menos afeitarme y tener un lugar cerrado donde lamentarme en silencio.

«¿Sabes lo malo que tenemos los que no creemos en Dios?- oí a mis espaldas,- Que tampoco podemos acudir a un diablo al que vender nuestra alma por aquello que anhelamos».

Tiré el libro y la mochila sobre mí cama y cogí la toalla y el neceser mecánicamente y me encerré en el cuarto de baño. Abrí el grifo de agua caliente del lavabo y me senté en el retrete para morderme las uñas y dejar que el sonido del agua colándose por el desagüe me relajara; aún quedaba una hora para la hora de comer. Lo que ocurrió desde que levanté la cabeza del cálido refugio de mis manos fue como un mal chiste; "van dos y se cae el del medio". Así de rápido, e igual de desterníllante. Miré al espejo empañado y se leía un grandioso "TE LO ADVERTÍ", luego no recuerdo nada hasta una imagen borrosa de Frasquíto y el conserje tomándome el pulso y hablando de ambulancias. De lo que pasó después no recuerdo absolutamente nada, aunque sé que estuve consciente. No hay otra manera de explicar que mí mente se desbloqueara y volviera a la realidad en un cementerio, con el sonido de la tierra cayendo a paladas sobre el ataúd de mí madre como un despertador infernal. Una vecina que se quedaba a comer en casa la encontró muerta en el lavabo cuando fue a comprobar cómo es que tardaba tanto, que se iba a pasar la paella. Se había tragado la lengua. Justo a la misma hora en que yo soltaba la mía con Iris sobre mí ex.

En la tercera parte... el desenlace.

2 comentarios

Ghanima -

Alguién sabe algo de Iván desde el día que escribió este post?

Ghanima -

Eo? Estás ahí?
Responde, hombre!